Powered By Blogger

Dormido en la Oscuridad

Este relato no es un cuento, pero pudo ser real. Sucedió en una fantasía que pudo ser un sueño, y no se, si en realidad  fue real.”

           La noche era silente y dura como una piedra. Ese fue un agosto crudo y caliente desde el amanecer hasta el otro amanecer. El calor sofocante y el olor a tabaco viejo revuelto con los olores de alcoholes, del orégano y la menta del jardín, y el de las medicinas, le daban a la noche un aspecto extraño y lúgrume no concebido aún por la naturaleza de mis sentidos adolescentes. Yo tenía 15 años recién cumplidos en el junio pasado. Eran las 11 y 40 cuando me sorprendió un zancudo asesino que me atacó por la mejilla izquierda. Vi mi reloj y noté que faltaban veinte minutos para que acabara ese día, un día que para mí había sido el más odiado de mi corta vida. Un día fatal.
            La mesa donde me encontraba escribiendo era muy baja para la silla donde estaba sentado. Era la única silla desocupada que encontré en el revoltijo de sillas apiladas y mesa ocupadas por bolsas de mercado, enseres para los rezos y flores de muerto. Era la casa de mis abuelos, en ella había pasado los últimos dos días, pero no se parecía a la casa de las visitas dominicales y de fin de año. Era una casa vieja de tejas, caña brava y ladrillos de adobe, donde en cualquier temporada del año, menos ese agosto, de día era primavera por la frescura y de noche era un  verano cálido y suave por el calor húmedo, pero que siempre dejaba colar una brisa por el jardín bien cuidado de mi abuela. Estaba frisada con cal y pintada de blanco nácar que le daba un aspecto de iglesia también por lo alto de sus puertas principales y la cantidad de santos y velas que prendía a diario mi abuela. Por esas puertas de seguro pasaba montado a caballo mi abuelo en su juventud, pensé por un momento. En la parte de adelante había un solo cuarto junto a la pequeña sala. Al lado derecho había una hilera de cuatro cuartos frente al jardín de jazmines, siempre viva, trinitarias, orégano, tonillo, yerbabuena y menta. Al final estaba el comedor y la cocina, y un pequeño cuarto donde se quedaban a dormir quién quisiera y cuando quisiera, con tal que tuviera sueño y fuera gente de paz. En la última pared del corredor había una puerta de madera sin labrar que daba a un traspatio frondoso y tan bien cepillado que más bien parecía una pista de baile. Mi abuelo estaba muy enfermo, y mi hermana y yo nos habíamos mudados con mamá a hacer vigilia ante la enfermedad y la eminente solución de Díos. Ya todo estaba preparado para el desenlace mortal. En la mesa solitaria, mi cuerpo se encontraba ligeramente inclinado para poder ver mis apuntes iluminado por el opaco bombillo incandescente, que alumbraba tímida y tenuemente desde el rincón del comedor, todo lo largo del corredor y hasta la puerta del cuarto principal donde dormían mis abuelos. Desde el comedor, donde me hallaba, se oía la pedregosa respiración de mis abuelos. Los demás no sé si dormían o trataban de pescar el sueño con anzuelos de fastidios o haciendo cualquier cosa sin hacer nada. En el hondo silencio de la noche, yo sólo escuchaba las palpitaciones de mi corazón, la respiración de los abuelos y el arrullo de los sueños de los demás. No soplaba absolutamente nada de viento, como si el tiempo se hubiera detenido por un instante y los árboles del traspatio hubieran quedado sin vida. Parecía que el mundo se había detenido por un instante.
            El último cuarto tenía la puerta entre abierta, y el hilo de luz que entraba iluminaba a duras penas las cabuyeras de la hamaca que estaba colgada dentro y a un baúl antiguo en el rincón. Ese baúl tiene muchos recuerdos y un tesoro invaluable de  la familia, pensé enseguida. Acostado en la hamaca se hallaba un muchacho delgado que no hacía ni bulto, sólo se veían las plantas de los píes curtidos que colgaban fuera de la hamaca,  agrietados por el trabajo campesino. Se movía a menudo, no sé si era por los zancudos o por las pesadillas que se le veían flotando sobre su cuerpo inerte. No sabía quien era ese muchacho.
            El silencio se rompió de forma repentina y aberrante por el ensordecedor ruido que produjo el motor de la vieja nevera de mi abuela. Encendió de repente, y produjo en mí una sensación de terror y pánico por el alboroto. Escuché algunas voces en la semi oscuridad de la casa vieja que se quejaban de los zancudos, del calor sofocante y de la maldita nevera. Sentí que una palmada siniestra golpeó la piel de alguien y arruinó la vida de un zancudo. Lo sentí morir. A mí, si no me movía constantemente, los zancudos me acribillan por la forma tan criminal que me atacaban. Volví a ver el reloj. Son las 11 y 59. Uno de los abuelos tosió fuerte, como si tuviera algo en la garganta. No logré identificar cual era. Vuelvo a sentir que una mano reacciona y mata un zancudo, o por lo menos hizo el intento.
            Del bombillo incandescente se comenzaron a pegar los congorochos y comenzaron a zumbar alrededor de él. Como el sonido no era tan agradable me paré y le di con la libreta donde escribía. Eché uno al piso, y sin compasión lo hice crujir entre las sandalias y el suelo rustico. Lo maté, pensé. Lo trituré, sentí.
            Mi hermana que dormía en una hamaca en la sala se paró. Sentí cuando se incorporó y trasteó las sandalias debajo de la hamaca. Se paró arrastrando las sandalias, cuando se aproximó le hice la señal de silencio, y al verla la cara soñolienta y alumbrada por el bombillo opaco le pregunté si eso era una cara o un culo. Ella medio se sonrió, me hizo la señal de grosería con el dedo medio y se fue directo al baño. Se quitó las sandalias en la puerta del baño. Me volteé y la vi. Entra y cierra la puerta. Sentí cuando se bajó el pantalón y se instaló en la poceta. Se escuchó el chorro de orine que cayó sin temor dentro de ella. Escuché cuando corto el papel higiénico y se lo pasó para secarse. En eso, volvió a toser unos de los abuelos. Tampoco reconocí cual era. Pasó un carro velozmente por la carretera que quedaba al frente de la casa. La nevera tronaba aún y una brisa fresca y agradable entró inescrupulosamente por la ventana. Los zancudos los mantenía alejados con la libreta. Pensé que el mundo reaccionó.
            Mi hermana salió del baño. Se puso las sandalias y me pregunto si estaba despierto aún. Me voltee, la miré y no le contesté. Me preguntó la hora. Son las 12 y 15, le dije. Se encaminó entonces de nuevo a su estancia. Un zancudo grande, ya casi para reventar, se paró en la punta del lapicero. Lo observé con atención y lo tomé con las yemas de los dedos antes de levantar vuelo. Lo volví mierda. Lo maté, pensé.
            Una de las personas que estaban en el primer cuarto maldijo en contra de los zancudos y la nevera, y se escucharon varios golpes. La nevera se apagó y pestañeó la luz. El silencio abismal se aproximó de nuevo y una brisa fresca y agradable entró inescrupulosamente por la ventana. A arto detuve la escritura y pensé en el silencio que se escuchaba cada vez más intenso. Veo de nuevo la hora. Son las 12 y 20. Me paré de la mesita, tomé la libreta donde escribía y la coloqué sobre el seibó de madera que había hecho mi abuelo no sé cuantos años antes y donde mi abuela guardaba los platos de loza. Abrí la vieja nevera y tomé un vaso de agua. No encendió el motor, se quedó quietecita. Tomé de arriba de la nevera la caja con las pastillas para los dolores de estómago que me tocaba a media noche. Me la tomé con medio vaso de agua. Volví a ver la hora. Son las 12 y 25. Me senté de nuevo un rato en la mesa, con la la barbilla y el cachete apoyado en la mano izquierda. Pensé en los zancudos. Con la mano derecha me liberé de un comando de ellos que me atacaban por la pantorrilla derecha. Me paré y me rasqué la espalda con la mano izquierda y pensé acostarme en el grande e incómodo sofá de la sala ya que no había otro sitio disponible. No sé porqué, pero en ese instante se me vino a la mente las imágenes de unos niños muertos que había visto en una revista ese día en la tarde. Volvió a toser uno de los abuelos. Esta vez reconocí quiera era porque escuché a la abuela maldecir a los zancudos.  Apagué la luz. La casa quedó en total tinieblas y con un silencio intenso y fantasmal de compañía que inundó todo el espacio, tanto el de la casa como el de mi interior. Parecía que flotaba en el espacio sideral. Pensé en que así se podría sentir los astronautas en el espacio.
            Caminé hasta la sala trasteando  por la pared. Después de acostarme volví a pensar. Pensé en lo que escribí y en lo que iba a seguir escribiendo cuando amaneciera, y los días siguientes, y los demás años de mi vida terrenal. Pensé en la cara del editor cuando revisara mis escritos. Pensé en lo que me diría. No me angustié, pero si me molestó pensar que se riera de mi. Me preocupe por mi reacción, sea cual fuese la respuesta del tipo o la tipa. Volví a ver la hora. Esta vez tuve que apretarle un botoncito al reloj para poder verlo en la oscuridad. Son las 12 y 40. Busqué una posición cómoda entre los huecos del viejo sofá y las maderas del espaldar. Me acomodé del lado izquierdo de mi cuerpo de cara al espaldar a ver si así podía sembrar el sueño tratando de mirar fijo a la pared que no veía por la oscuridad. No me dormí. Pensé en acudir al viejo método de contar ovejitas pero lo deseché de inmediato por ser muy tradicional. Pensé en algo más creativo y pensé contar morrocoyes verdes, o mejor y ya conocido: en tortugas ninja. Mi hermana que dormía en la hamaca muy cerca de mí, se movió bruscamente sacudiéndose los zancudos. Las cabuyeras de la hamaca crujieron. La casa volvió a quedar en un silencio sepulcral que me hizo recordar las películas de terror que tanta rabia le tenía. Seguí contando tortugas. Abrí los ojos y volví a ver la hora. Son la una de la madrugada. Cerré los ojos y dije hasta aquí. Me quedé dormido para siempre en el silencio de la noche y de los días. Mis escritos nunca se publicaron y más nunca volví a tener un día fatal.
 Las Guevaras, 03/08/92

No hay comentarios: